martes, 16 de julio de 2019

Por carta era muy guapo

No exagero si digo que yo debo mi vida al correo postal. Mis padres se conocieron por carta. Teófilo, un amigo de la mili, le enseñó a mi padre una foto de su novia acompañada de unas amigas a la sombra de un peral. A mi padre le gustó una de sus amigas y le escribió una carta. Él entonces no tenía ninguna experiencia con las mujeres, pero sí con la escritura porque había estudiado varios años en un seminario, donde siempre se ha cuidado mucho la caligrafía y la redacción.
 Puedo entender perfectamente la emoción de mi futura madre, una muchacha de pueblo, también sin experiencia, al recibir la carta de un desconocido. Mantuvieron una larga correspondencia antes de verse por primera vez. Como Estefanía y Campuzano, ambos debieron de proyectar su deseo sobre las cartas que leían. Cada uno de ellos -sobre todo mi padre, que dominaba el lenguaje mejor que mi madre- debió de cuidar su escritura como nos hemos esmerado todos los que hemos escrito cartas, creyendo que a través de nuestra sintaxis nos estábamos construyendo como personas -o como personajes- en la imaginación del otro. Lo que no sabía, ninguno de los dos, ni mi padre ni mi madre, es que el deseo es más poderoso que la escritura y que la imagen que cada uno iba revelando de sí mismo no la producían las palabras que escribía, sino la lectura que de ellas hacía el otro. Daba igual lo que escribiera mi padre; para mi madre aquel desconocido fue cobrando cuerpo y espesor a través de su propio deseo, de lo que mi madre quería o necesitaba que fuera aquel hombre. Por eso, la primera vez que lo vio, cuando confrontó la vida con la literatura se sintió estafada. Ella lo ha dicho siempre: mi padre, que por carta era muy guapo, en persona le pareció muy feo.
 Antonio Orejudo. Grandes éxitos. Tusquets Editores. Pág. 127-128.

lunes, 15 de julio de 2019

Cartas

Todas las mañanas, a eso de las nueve, esperaba con impaciencia, incapaz de concentrarme en otro asunto, la aparición de aquellos hombres decididos y serviciales, en pantalones cortos o en carricoche eléctrico. ¡Cómo amé al cartero que hacía el reparto en mi primer barrio y luego a todos los carteros de todos los barrios de todas las ciudades de todos los estados en los que viví!
 Para los nativos digitales debe resultar muy difícil comprender la ansiedad que producía esperar una carta y la emoción que sentía al recibirla, al rasgar el sobre con dedos temblorosos y sacar aquel papel que pocos días antes había estado en las manos del amigo, del amante o de la novia. ¡Qué emocionante era recibir un sobre abultado, abrirlo y desdoblar los folios surcados por una caligrafía apretada! En ocasiones las cartas llegaban con manchas de tinta o del café que tomaba quien las había escrito, transportando de ese modo no solo las palabras enunciadas, sino también el momento de la enunciación, como diría un semiólogo.
 Escribir una carta llevaba tiempo porque el género exigía cierta extensión. Al contrario de lo que sucede con el correo electrónico, cuyo requisito es la concisión, una carta breve era una manifestación de desapego y desinterés, y siempre producía decepción en quien las recibía. Las cartas debían ser largas, incluso prolijas y a ser posible íntimas.
Antonio Orejudo. Grandes éxitos. Tusquets Editores. Pág. 126-127.